Y lloraba. Lloraba como no lo había hecho nunca. Lloraba por ella y lloraba por él. Lloraba por los recuerdos y lloraba de vergüenza. La autoestima por el suelo. Rota como si fuera un cristal que hubieran golpeado. Cada pedazo era un recuerdo. Estaba cansada de tener que recomponer una y otra vez eso que no servía para nada, que a la mínima volvía a partirse en mil pedazos. Con ayuda y con mucho cariño conseguía juntar todos los trozos y hacer como si nada hubiera pasado. Volvía a ser la chica segura de siempre, la que sonreía y sabía que ella podía con todo. Pero esta vez era diferente, su autoestima ya no se podía recuperar, valía la pena construirla de nuevo.
Vivía con la duda de si era suficientemente buena, suficientemente buena para su trabajo, suficientemente buena para sus amigas, suficientemente buena para sus amigos, suficientemente buena para él. Vaya preocupación, nunca era suficiente, lloraba de impotencia, por no poder mejorar. Y como siempre nadie se daba cuenta, disimulaba muy bien, las lágrimas para la almohada, la cabeza en las nubes y la mirada perdida: "-¿Qué te pasa? -Estoy cansada". La vieja excusa de siempre le seguía sirviendo.
Salía de noche; jueves, viernes, sábado... No le importaba el día que fuera, se maquillaba y vestía como si fuera el último día de su vida. ¿En exceso? Posiblemente. Escondía detrás del maquillaje y la ropa cara sus penas. "Una pija más" pensabas cuando la veías. Beefeater limón con un hielo y muy cargado para ahogar las penas y conseguir una sonrisa fácil. Se divertía, cantaba, bailaba y disfrutaba de su juventud hasta que ponían Extremoduro. Extremo le arrancaba tantas lágrimas como sonrisas, tantos recuerdos que se acumulaban en sus ojos y se deslizaban en forma de una pequeña lágrima que rápidamente secaba para seguir disfrutando de la noche. O de la mañana, que más da.
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